lunes, 25 de enero de 2016

POR SIEMPRE BEATRIZ



Dicen que cada hogar es un mundo. Dicen, una imagen o mirada, puede valer más de mil palabras. Muchas cosas dicen. A veces es cuestión de encontrar la escena adecuada para que nos cuente la larga historia de una familia en tan solo un instante. Así ocurría con el recursivo acto de cada mañana en la antigua mansión victoriana de una viuda y su hija soltera; una mujer con excesos de kilos y maquillaje llamada Beatriz.
– Mi madre tenía razón – dijo la anciana –, jamás abandonarás esta casa. Te quedarás conmigo para siempre. Ella era una bruja para esas cosas, nunca se equivocaba cuando pronosticaba algo.
– Mentira. No creo que la abuela haya dicho eso – dijo Beatriz.
Ambas desayunaban en la cocina. La casa era enorme, llena de muebles antiguos y adornos invaluables, pero la cocina era el único sitio que utilizaban para las cuatro comidas.
– Se acabó la manteca – dijo su madre –, te dije que compraras.
Beatriz se levantó y buscó en el refrigerador. Al agacharse, sus nalgas se hicieron más anchas que el electrodoméstico. Tuvo la sensación de haber comprado manteca, pero no la encontró.
– Aquí tienes queso para untar, mamá.
– Queso para untar… ¡Eso no es queso! ¡No tiene gusto a nada! Yo no sé por qué compras todo de esa marca…, Lit.
– Es láit, mamá, se pronuncia láit. Significa que es dietético; bajo en calorías.
La vieja exhaló un aire de desprecio. Su rostro se arrugó hasta el punto de que los párpados le taparon los pequeños ojos.
– ¿Te viste en el espejo últimamente? Eres una cerda. Debería llevarte al doctor para que te pese.
– La balanza profesional que compré dice que estoy adelgazando de un modo sano y natural – dijo Beatriz.
La vieja exhaló otro aire de desprecio:
– ¿Esa porquería electrónica?
– Es una balanza para deportistas, mamá; es la mejor que hay.
– Por eso mismo, es para deportistas…, tú la romperás.
El comentario no estaba alejado de la realidad; su hija pesaba poco menos del límite del artefacto. Beatriz abrió la boca para intentar defenderse, pero fue interrumpida otra vez:
– ¿Puedes ir a comprar manteca, por favor?, antes de que mis huesos se transformen en polvo.
– Termino de desayunar y voy.
– Hace media hora que no paras de tragar, ¡por eso estás así!, ¡por comer tanta comida lit!
Beatriz levantó su robusto cuerpo de la silla de un salto:
– ¡Es láit, mamá!, ¡se pronuncia láit!
Subió a su habitación a ponerse unos zapatos con tacos. Su madre siempre le decía que usaba demasiados cosméticos y que esos zapatos la hacían ver muy alta, pero eran necesidades que ella tenía para sentirse femenina, era como un último recurso para salvar su dignidad.
Caminó por las calles que recorrió durante cuatro décadas, cruzándose con las mismas personas de siempre, sin embargo nadie en el camino la saludó. En el barrio había muchas otras mansiones victorianas, pero ninguna tan grande y antigua como la de su familia.
Al llegar al almacén, el joven empleado la recibió con alegría y hablaron durante unos minutos, luego ella llevó manteca y una serie de productos light.
Cuando regresó, su madre ya no estaba en la cocina, y ella guardó los productos en el refrigerador. Entonces vio que en medio del estante se encontraba la manteca que había comprado unos días atrás. Subió las escaleras indignada y allí se cruzó con su madre:
– Había manteca, mamá – le dijo –, la encontré recién.
– Lo sé – dijo la anciana –, la escondí para que fueras al almacén; ese muchacho es el único que te dirige la palabra. Tal vez algún día en el que no te veas demasiado fea, te invite a salir
– Ese muchacho es gay, mamá.
– ¿Es qué?
La anciana sabía lo que eso significaba. Además, no era la primera vez que se lo preguntaba, pero parecía gozar poner nerviosa a su hija.
– Gay…, homosexual…; que le gustan los hombres. Te lo dije el otro día.
Su madre soltó una risotada, una tan fuerte que le desacomodó la dentadura postiza. Beatriz la miró con una expresión de desagrado, jamás pudo acostumbrarse a esos momentos en que los amarillentos dientes falsos comenzaban a separarse de su paladar y encías, unidos tan solo por una pegajosa saliva burbujeante.
La anciana pasó su lengua por sus dientes para acomodárselos y Beatriz vio las llagas que tenía, aumentando más aún su gesto de desprecio.
– Me causa gracia pensar que ese muchacho se acuesta con más hombres que tú. Esto es culpa de tu padre, te crió como lo criaron a él: lleno de temores y complejos. Mírate, estás haciendo el mismo gesto con la nariz que me hacía él cuando sabía que yo tenía razón. Tienes su misma narizota.
Beatriz sentía tanto fuego en su interior que no pudo pronunciar palabra alguna.
– Cuando él murió, intenté cambiarte, pero ya te habías vuelto una gorda fea y acomplejada. Por su culpa eres tan acomplejada.
– Papi no tiene la culpa de nada. Eres tú, mamá – dijo mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
La anciana la golpeó en el rostro.
– A mi no me eches la culpa, tu eres así porque fue tu decisión, ¿por qué no tienes novio sino?
– Por ti, porque me quedé contigo para ayudarte, para cuidarte.
– Esas son excusas, es lo más fácil en lugar de arriesgarte y salir al mundo. Pero claro, conmigo tienes el motivo perfecto para justificar tus fracasos. No eres más que un monstruo social; una gorda solterona con un novio maricón.
Beatriz comenzó a hacer todo tipo de gestos con su nariz, los mismos que hacía su padre. Sus manos habían tomado la forma de una garra rígida debido al dolor que había acumulado durante cuatro décadas.
– TÚ eres la que decidió quedarse – dijo la anciana mientras su dentadura parecía estar a punto de saltar de su boca –. Te sientes segura en esta casa porque aquí no tienes que enfrentar tus temores. ¿Por qué no te vas de una vez con tu novio maricón a comer queso lit?, ¿por qué no me dejas morir en paz?
Beatriz no pudo continuar escuchándola. Sus sentimientos más primitivos tomaron el control de su cuerpo y de pronto sujetó a la anciana del cuello con ambas manos:
– ¡Es láit, vieja de mierda!, ¡se pronuncia láit!
Madre e hija se sujetaron y comenzaron a forcejear mientras se golpeaban contra la baranda del primer piso. Beatriz empujó a su madre contra la pared con sus fornidos brazos y la cabeza de la anciana rompió el vidrio de un cuadro con la foto de su difunta abuela. En ese momento el taco del zapato de Beatriz se quebró, y ambas cayeron rodando por las escaleras.
Beatriz se golpeó la cabeza muy fuerte contra el suelo. Los sillones coloniales se acercaban y se alejaban de ella, y la biblioteca Chippendale flameaba como una bandera. Miró a su lado y vio que su madre se había quebrado el cuello; yacía muerta con los ojos abiertos y sin dentadura. Beatriz se llevó la mano al rostro y se despegó la prótesis de su madre que se le había adherido a la mejilla.
El dolor de cabeza no la dejaba ni pensar, lo único que tenía ganas era de acostarse a dormir. No había nada que hacer por la vida de la anciana, y se le ocurrió esconderla en algún lugar de la casa hasta que se lo ocurriese algún plan.
La sujetó de las piernas y la arrastró hasta el sótano. Luego se fue a un rincón del oscuro lugar y vomitó en un recipiente; el dolor de cabeza se había hecho más agudo. Subió las escaleras hasta su habitación, donde se acostó y no tardó en quedarse dormida.
Un fuerte silbido la despertó. Parecía el ulular de un viento frío; pero no provenía de afuera, sino del interior de la antigua mansión.
La ventana de su habitación se cerró de repente. Beatriz saltó de la cama por el ruido. Estaba oscuro, pero ella no sabía qué hora era, sentía que había dormido durante una semana.
Se sintió ahogada, intentó abrir la ventana con todas sus fuerzas pero no pudo. Camino por el pasillo del primer piso tambaleándose mientras se sujetaba de la baranda o se apoyaba en la pared, tirando cuadros y otros adornos colgantes.
Todas las luces estaban apagadas. Tocó la perilla de la luz, pero no se encendió. Fue hasta el baño. Un claro de luna la iluminó a través del tragaluz, y puedo verse al espejo; estaba pálida.
Solo por costumbre, se paró en la balanza.
– No funciona – dijo una voz – Te dije que la romperías, cerda.
Las luces comenzaron a titilar. Beatriz miró a su alrededor y de pronto la lámpara estalló. Salió del baño corriendo y los postigos de la casa comenzaron a abrirse y a cerrarse, golpeando con fuerza contra las ventanas.
– Jamás abandonarás esta casa, Beatriz – dijo la voz.
Bajó por las escaleras e intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave, fue corriendo por la casa, chocando con cada mueble. Pero todas las ventanas estaban trabadas.
– ¡Perdóname, por favor! – dijo Beatriz –, no fue mi intención. Tú me maltrataste toda mi vida
– Debiste irte si así fue. Tú decidiste quedarte. Ahora es demasiado tarde.
Se escucharon ruidos en la puerta principal, alguien estaba intentando abrirla desde afuera.
– ¡Está trabada la puerta! – dijo Beatriz – ¡Le suplico que me ayude!
El visitante forzó la puerta y logró entrar. Se trataba de un grupo de seis hombres.
– ¡Es mi madre, me persigue, ha regresado de la muerte!
Dos hombres se dirigieron al piso de arriba, otros dos se dirigieron al sótano y dos se quedaron en el salón principal junto con Beatriz.
– Disculpe, señor. ¿Oyó lo que le dije?
Nadie le contestó.
Beatriz intentó explicar lo sucedido, pero aquel que le daba órdenes al resto, no respondía a sus preguntas.
Los hombres que se habían dirigido al sótano hallaron el cadáver de su madre. Todo daba vueltas a su alrededor, su cabeza comenzó a dolerle nuevamente y el fuerte silbido volvió a lastimar sus oídos.
– ¡Esta bien!, ¡lo admito! Yo la maté. Fue un accidente; estábamos discutiendo junto a la escalera y las cosas se salieron de control.
Nadie contestó. Un instante después vio que bajaban las escaleras con una camilla y un enorme cuerpo cubierto por una bolsa negra.
El forense llegaría luego a la conclusión de que Beatriz y su madre habían caído por las escaleras, pero que ella no había muerto al instante, sino que sufrió un traumatismo cerebral, y falleció mientras dormía.
Su cuerpo y el de la anciana ya no estaban en la casa, pero de algún modo allí seguían las dos.
Beatriz giró la cabeza y vio que el antiguo espejo Luis XVI no la reflejaba, luego giró hacia el otro lado y vio una pequeña figura traslúcida de dientes amarillentos:
– Te dije que te quedarías conmigo para siempre, Beatriz. Debiste irte cuando pudiste. Ahora jamás abandonarás esta casa. ¡Jamás!
La risa de la anciana sonó en toda la mansión victoriana. Beatriz volvió a escuchar el fuerte silbido, pero esa vez no se detuvo.

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