lunes, 25 de enero de 2016

EN EL NOMBRE DEL PADRE



– Estoy llenando una planilla del colegio, ¿qué pongo donde pide el nombre del padre?


– No pongas nada – dijo mi madre –; déjalo en blanco.


Ella nunca me dijo quién fue mi progenitor. De niño acostumbraba imaginarlo como un noble capitán de barco, de esos que se hunden con su embarcación. Otras veces lo pensaba como un astronauta que murió cuando su nave quedó atrapada por la gravedad del Sol. Pero los niños pueden ser muy crueles. En el colegio inventaron versiones mucho más desagradables que las que yo me atrevía a imaginar. Lo hacían como si convertirme en un monstruo social los hiciera más buenos a ellos. Lo hacían como si sus apellidos los eximiera de todo juicio hacia su persona.


Una tarde, cuando regresaba a mi casa, uno de ellos me atacó por la espalda. Caí al suelo sin ofrecer la menor resistencia. Al girar vi que mi agresor estaba acompañado por tres amigos. No tenía necesidad de refuerzos, tenía un cuerpo musculoso y anchos hombros; mi aspecto es famélico y mi columna está encorvada hacia el frente. Su piel bronceada y sus rizos dorados enloquecían a todas las jóvenes del curso; mi piel es de un color gris pálido y mi cabello, negro y lacio, jamás llamó la atención de nadie.


No me pregunten cómo lo supe, no podría explicarlo, pero en ese momento me levanté del suelo sin usar las piernas ni los brazos. Me elevé unos centímetros en el aire y apoyé lentamente mi largo dedo índice sobre su pecho. Su corazón se secó al instante. Cayó con la mandíbula dislocada, llenando el suelo de una sangre oscura que brotaba de sus ojos mientras yo me alejaba ante la mirada perpleja de los otros tres muchachos. Antes de retirarme giré la cabeza ciento ochenta grados hacia ellos mientras me miraban aterrados:

– Que esto quede entre nosotros – les dije –, o sus almas sufrirán el mismo destino que la de él.

No volvieron a molestarme. Uno de ellos se suicidó esa misma noche. Otro fue internado en un instituto psiquiátrico y al parecer no saldrá de allí en mucho tiempo. El tercero sigue yendo a la escuela, pero ya no es el mismo; nunca habla con nadie y cada vez que lo cruzo en los pasillos baja la cabeza para evitar mirarme.

Me siento bien en el colegio ahora, pero lo más importante… es que ya sé quién es mi padre.

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