sábado, 27 de junio de 2015

No debemos jugar con la Ouija



A medida que crecemos se despiertan cientos de dudas en nuestro interior, además del deseo de probar los límites, de retar la norma. Siempre estudié en un colegio católico, de monjas, por lo que crecí escuchando que invocar a los espíritus era algo prohibido y muy peligroso. Mis compañeros de clase y yo nos reíamos de las advertencias, pero secretamente deseábamos probar el fruto prohibido. Hicimos péndulos con una tijera y un cuaderno, llamando espíritus y haciendo preguntas de Si o No; a veces nos asustamos con golpes que sonaban en las paredes, libros que caían repentinamente y hasta con predicciones acertadas de esos espíritus. Pero queríamos más.

Un viernes Asunción llegó con la noticia: había visto en una película como hacer una tabla ouija y la había llevado al colegio. Al finalizar el día, nos quedamos en uno de los salones oscuros y silenciosos: cuatro compañeras y yo nos sentamos en círculo alrededor del rudimentario tablero. Tomamos una moneda, la colocamos en el centro y comenzamos a invocar a los espíritus. Cuando, incrédulas, íbamos a partir la moneda comenzó a moverse. Ante la pregunta: “¿estás aquí?, la moneda se movió hacia el sí. Preguntamos su nombre y edad. El espíritu dijo llamarse Ana y tener 8 años. Había muerto hacía muchos años y sólo sabía que la culpa era de su padre. Cuando nos cansamos de preguntar, le pedimos que se fuera y la moneda se movió hacia el NO. Las luces comenzaron a parpadear y la puerta se cerró de un golpe. No podíamos salir. Gritamos, lloramos, nos abrazamos y comencé a rezar, a pedir perdón, a rogarle a ‘Ana’ que se fuera, le juré que no volvería a molestarla. Seguimos llorando y rezando unos minutos que nos parecieron una eternidad, hasta que la puerta se abrió silenciosamente.Corrimos desesperadas a casa, jurando no decir ni una palabra al respecto. No dormí en toda la noche, temerosa de las pesadillas.

Al lunes siguiente llegamos al colegio. Todo estaba en una tensa calma. Las monjas no decían nada, sólo nos llevaron al salón comunal y nos hicieron presenciar una misa, algo extraño pues las misas no eran generales sino en ocasiones especiales. Al inicio de la eucaristía nos comunicaron con lágrimas en los ojos que Isabel, una de mis amigas, había muerto en circunstancias muy extrañas. Al parecer, por lo poco que me dejaron saber, Isabel había llegado a su casa el viernes y se había comportado de forma muy extraña con su familia, gritándoles improperios sobre todo a su padre. Luego se encerró en su habitación e ingirió un bote de insecticida. Al final de la misa, las cuatro niñas que habíamos presenciado el ritual con la ouija decidimos quedarnos en el colegio a pesar de que nos habían dado el día libre y hablamos con una de las religiosas, llorando. Sor Mónica nos abrazó, dijo que habíamos sido muy imprudentes e inocentes y nos llevó con el sacerdote, un hombre mayor. El religioso nos miró, rezó con nosotras después de confesarnos y nos acompañó a casa.


Muchos años después, supe que habían practicado un exorcismo en el salón de clases y en la casa de Isabel. En una visita al pueblo, ya adulta, decidí llevar flores a la tumba de mi abuela y caminando observé la fotografía de un sepulcro: era una niña hermosa, de ojos grandes y castaños y un nombre en letras doradas: Ana Isabel S. El sepulturero se acercó y me preguntó si la había conocido, le dije que no y él me contó la historia: cansada de los abusos de su padrastro, Ana se había suicidado tomando cloro. El caso fue muy famoso en su época y lograron apresar al hombre, quien murió en la cárcel.

No pude evitar dejar una rosa en su tumba y en la de mi pequeña amiga. Recé un Padre Nuestro, a modo de disculpa por haber perturbado su descanso. Las leyendas de terror son ciertas: no debemos jugar con la Ouija y abrir puertas que luego no podremos cerrar.

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