El timbre lo sacó del pesado sopor de la resaca. Lo primero que hizo fue cubrirse los ojos con las manos: por la ventana entraba una luz impiadosa y tórrida. Ya había amanecido, era la mañana o la tarde del veintiséis de diciembre. El timbre volvió a sonar y el hombre farfulló algo y se levantó. En el instante antes de abrir la puerta se dio cuenta de que estaba vestido únicamente con calzoncillos (manchados), entonces regresó al dormitorio y se vistió. Volvió a la puerta. Abrió. Un chiquillo, de no más de seis años, lo miraba con una furia turbadora. En su mano sujetaba un camioncito de juguete.
-Yo no te pedí esto, Santa- dijo el niño, sin dejar de mirarlo de esa manera tan perturbadora-. No te pedí un camión. Te pedí un juego para la Play, la última versión de “Call of Duty”.
-¿Ah?- dijo el hombre, tratando de acomodar sus ideas.
-No quiero este camión- repitió el niño-. Quiero mi juego. Te lo dije bien claro ayer, en la juguetería. No quiero juguetes. Este camión es una porquería.
Se lo arrojó a los pies y se le quedó mirando, a la espera de una respuesta. El hombre se apoyó en el marco de la puerta y luego alzó la vista. La calle estaba desierta; la mugre de los festejos de la noche anterior aún permanecía en las veredas. Regresó la vista al chico.
-Hey, nene, ¿dónde están tus padres?
-Eso no te importa, Santa- dijo de inmediato el niño-. Quiero que me des el juego de la Play que te pedí.
-Mirá, querido, primero y principal: yo no soy Papá Noel. Soy un tipo al que le pagaron por usar ese traje de porquería. Tal vez ayer te dije que te iba a traer ese jueguito para la Play, pero era mentira, ¿está bien? Me pagaron para decir esas cosas y sacarme fotos con nenes maleducados como vos. Quienes deben comprarte los regalos son tus padres. Y segundo: ¿cómo mierda supiste que vivo acá?
-Quiero mi juego, Santa.
-Llamaré a la policía para que te lleve con tus padres, pendejo.
Cerró la puerta y llamó al número de la policía, pero nadie atendió. El hombre maldijo en voz alta. En la comisaría debían estar todos borrachos. Regresó a la puerta y antes de abrir recogió el camión que había quedado en el piso.
-Mirá, nene…
Pero se interrumpió. Dos chicos más se habían sumado al primero. Uno sostenía un caballito de juguete, el otro un tanque de guerra del tamaño de una caja de zapatos.
-Estos no son los juguetes que pedimos, Santa- dijeron los niños a coro.
El hombre cerró la puerta. Algo se estaba saliendo de los límites de la normalidad. ¿Acaso por fin la bebida lo habría vuelto loco? Regresó al teléfono y volvió a llamar a la policía, pero de nuevo nadie le contestó. Se acercó a la ventana y miró. Ahora había al menos diez o doce chicos frente a su puerta. Todos sosteniendo distintos juguetes: desde pelotas hasta libros infantiles, pasando por mesitas de madera y triciclos de plástico. El hombre abrió la ventana y de inmediato los chicos giraron la vista hacia él.
-Miren, queridos, no sé qué mierda se pensaron que soy, pero se equivocaron- gritó a través de la ventana. El corazón le latía a un ritmo acelerado. Sentía la boca pastosa y seca, un poco por el miedo, pero sobre todo por la resaca-. Yo no soy Papá Noel. Ayer me vieron en esa juguetería, pero porque un chino explotador hijo de puta me contrató. Si quieren vayan a reclamarle a él. O mejor a sus padres. Pero a mí me dejan en paz. O de lo contrario…
Vio que uno de los chicos se agachaba y luego arrojaba algo en su dirección. El hombre atinó a protegerse el rostro antes de que el vidrio de la ventana explotara en mil pedazos.
-¡Mierda! ¿Qué carajo…
-¡Esto no fue lo que te pedí, Santa, viejo degenerado!- chilló el chico que había arrojado la piedra, alzando un trencito por sobre su cabeza-. ¡Te pedí una bicicleta, no esta porquería! ¡Quiero mi bicicleta, AHORA!
-¡Me rompieron la ventana, hijos de puta! ¡Voy a llamar a sus padres! ¿Me escucharon? Ahora mismo voy a…
Más piedras comenzaron a volar por los aires. Una de ellas, del tamaño de un puño, dio de lleno en su mejilla y sus ojos se inundaron en lágrimas. El hombre gritó y trató de cerrar los postigos, pero la lluvia de piedras arreció y tuvo que refugiarse detrás del respaldo del sillón. Y en ese momento los chicos comenzaron a entrar por la ventana. Algunos se cortaban con los vidrios, pero igual seguían adelante. Parecían enardecidos. El hombre salió de su improvisado refugio y atacó al primero que se le acercó. Lo derribó de un puñetazo, y luego hizo lo mismo con el segundo. Estaba a punto de hacerse cargo del tercero cuando sintió que algo duro y pesado se le hundía en la frente. Otra piedra. El hombre sintió que la sangre le corría caliente por la cara, y luego se desmayó.
Se despertó preso de un dolor inconmensurable en el estómago. Trató de aferrárselo con las manos, pero no pudo: se las habían atado al respaldo de la cama. Alzó la cabeza. Los chicos lo rodeaban. La habitación estaba en penumbras, los ojos de los chicos brillaban como los de los gatos. El hombre volvió a sentir aquel dolor agudísimo y bajó la vista hacia su panza. Los chicos le habían abierto la carne: metían sus manitos dentro del estómago y apretujaban y amasaban sus tripas, como revolviendo un guisado. El hombre se sintió a punto de desmayar otra vez.
-¿Dónde están nuestros putos juguetes, Santa?- le dijeron a coro.
-No lo sé- gruñó el hombre, escupiendo un espumarajo de sangre-. Ya les dije… yo no soy Santa… mierda…
Su cuerpo se convulsionó y sus ojos se pusieron en blanco. Segundos después, el hombre expiró.
-No, no es Santa- suspiró el chico que quería el juego de “Call Of Duty”. Retiró sus manos de la barriga abierta del hombre y las limpió en las sábanas apestosas-. ¿Quién es el siguiente?
Otro de los chicos, el del trencito eléctrico, consultó un papel.
-Vive en la calle San Juan, al mil doscientos. Lo vimos ayer en el Centro Comercial del Este.
-Tal vez sea él.
-Sí- dijo “Call of Duty”, y sus ojos brillaron aún más-. Tarde o temprano encontraremos al verdadero Santa. Y entonces tendrá que darnos los juguetes que pedimos.
-¡Sí!- gritaron con entusiasmo los otros chicos, aplaudiendo y dando pequeños saltitos de alegría. Recogieron sus juguetes y se marcharon del lugar.
Media hora después, un hombre flaco, que acababa de despertarse de la siesta, abrió la puerta a un chico menudo, que sostenía con sus manos un camioncito de juguete.
-Este no es el juguete que te pedí, Santa- dijo el chico, mirándolo con ojos furibundos.